Antes del descubrimiento de América, nació un caballo que, según el Duque de Newcastle, serviría para un rey en su mayor día de Gloria.
Los monjes de la cartuja fueron los alquimistas de este caballo, que hoy habita en multitud de países. Es exactamente el mismo que pintó Tiziano inmortalizando a Carlos V en la batalla de Mülberg.
Por supuesto, la base para homogeneizar una raza única de caballos españoles fueron Sevilla, Jerez y Córdoba. Desde el monasterio de Santa María de la Defensión hasta las Caballerizas Reales, sin olvidar tierras y cerrados del valle del Guadalquivir. Por esto, en un inicio, se le llamó caballo andaluz.
De hecho aún hoy en día se le sigue llamando así en muchos lugares. Como en los países anglosajones y germánicos, donde aún se le denomina “Andalusian” y “Andalusier”.
Además, el caballo español se utilizó para crear nuevas razas o mejorar las ya existentes, como el caso del mesteño, el cuarto de milla, los caballos criollos de América y también ha tenido su influencia en los Stud Books del Lippizano y el Lusitano.
Es un caballo caracterizado por la elevación de sus movimientos, rasgos que adquirieron los caballos al seleccionarse en la vega del río y zonas de marisma, donde para desplazarse necesitaban exagerar estos movimientos de forma natural. En nuestros días, aquel caballo que era de paseo se ha adaptado a disciplinas hípicas destacadas tales como la Doma Vaquera, la Alta Escuela, la Equitación de Trabajo y la Doma Clásica.
Más tarde, llegaría la denominación de Pura Raza Español. Y su registro en el Stud Book o libro genealógico, hoy ya centenario. Este caballo forma parte ya de nuestra historia y cultura. Es todo un símbolo y emblema.
¿Quién no recuerda aquellos anuncios de los caballos de Terry?
Son caballos que siglos después, siguen siendo muy parecidos a los primitivos cartujanos. Su belleza y nobleza ha contribuido a que se extiendan por los cinco continentes.
Basado en el artículo escrito por Rafael Peralta Revuelta.
Fuente: La Razón