Actualmente no existen caballos salvajes: si bien quedan algunos ejemplares de Mustang y de Przewalsky en libertad, son descendientes de animales domesticados. Así, todas las razas de caballo que quedan tienen alguna influencia del hombre. De todos modos, los animales han sido capaces de evolucionar y de adaptarse al entorno natural donde viven.
Se trata de supervivencia. Su morfología, igual que la de cualquier otro animal, se adapta, de generación en generación, a las necesidades de su hábitat: un pelaje más largo para protegerse del invierno, unos cascos anchos para caminar por marismas…
Así, los équidos que viven en las montañas, como los Mérens del Pirineo, los highlands rústicos escoceses o los dartmoors ingleses, por ejemplo, se caracterizan por ser caballos robustos, pequeños y fuertes. De carácter dócil y valiente, aguantan temperaturas extremas y eventos climatológicos muy duros, con viento y nieve, en muchos casos.
Además, el entorno también influye en la capa: ésta se define por la producción de melanina, un pigmento que se encuentra en el pelo, la piel o en el iris de los ojos y que determina el color del caballo. Por un lado, la melanina del tipo eumelanina es la que provoca coloraciones de negro a marrón y la feomelanina, entre rojizo y amarillo. El organismo del animal producirá más o menos melanina de cada tipo en función de su utilidad en cada entorno: protegerse del intenso calor o de las bajas temperaturas, por ejemplo.