«Recuerdo que la primera vez que utilicé el refuerzo positivo, ni siquiera sabía que se llamaba así o que había unas reglas para trabajar con él.»
Tenía 16 años, mis padres habían cumplido mi sueño más anhelado y un precioso caballo castaño protagonizaba la felicidad de mis días de verano.
Pupilábamos a nuestro amigo en un pueblo de Sevilla donde la afición por el caballo era más que evidente. En aquella cuadra donde principalmente se trabajaba la doma vaquera, podías ver toda clase de virguerías: caballos haciendo series de cambios al tranco, medias vueltas sobre los pies, galopes reunidos de ensueño y lo que más nos hacía perder el norte: los movimientos de Alta Escuela.
Un día pedí al jinete de la cuadra si podía mostrarme cómo enseñar a mi caballo el “paso español”, a lo que amablemente asintió y comenzó a trabajar de inmediato a mi querido amigo. Pero nada más empezar algo destruyó mi ilusión. El hombre puso la cabeza de mi caballo lo más alta posible y golpeó con la fusta en sus cañas, que permanecieron clavadas al
suelo. Progresivamente, aumentó la dureza de los golpes ante la inmovilidad del caballo. El ojo del animal se abrió hasta volverse blanco mostrando la esclerótica. Sus ollares se dilataron y podía escuchar su acelerada respiración. El corazón se le disparó, mientras su cuerpo se
endurecía con cada músculo contraído, pero el caballo seguía petrificado.
Entonces golpeó tan fuerte, que el caballo rompió el bloqueo que sufría, retirando la extremidad y elevándola cuanto pudo evitando así el castigo de la fusta. Yo no tenía idea de caballos, pero la cara de Altaï y sus reacciones de miedo me hicieron cambiar de opinión ipso facto. Pedí al hombre que
se detuviera.
«Así es como se enseña, no hay otra»
Añadió el profesional mientras se encogía de hombros al detectar mi asombro y disgusto
Cerré aquel capítulo amargamente y no volví a preguntar cómo domar a mi caballo, pues aunque deseaba con todas mis fuerzas llegar a esos resultados, no era capaz de asumir el coste del proceso.
En los días sucesivos me asaltaron toda clase de dudas.
- ¿Era este el único camino a seguir para obtener los espectaculares resultados que podía ver en las pistas?
- ¿Era ético utilizar métodos que hacían daño y asustaban a mi caballo?
- ¿Conseguiría una buena relación con él apoyándome en estas prácticas?
- O por el contrario, ¿empezaría a obedecer por temor?
- ¿Debía ignorar sus expresiones?
Montones de preguntas inesperadas enturbiaron la felicidad de aquellos días.
Poco tiempo después un amigo de la cuadra me regaló unas deliciosas algarrobas que emocionaron los brillantes ojos de Altaï. Yo seguía con la idea frustrada de enseñar a mi caballo a hacer algo especial, y con la cabezonería propia que nos caracteriza a los 16, “cuando
te va la vida en luchar en batallas perdidas”, me planteé que quizás si me centraba en premiar al caballo en vez de castigarlo, conseguiría el resultado de otro modo.
Entusiasmada con la idea, inicié mi estrategia: toqué el casco de Altaï como si se lo fuera a limpiar y lo levantó obedientemente. Una vez con la mano en alto y sosteniéndola, di un trozo de algarroba y solté su extremidad. Estaba tan inmersa en mi tarea que no advertí la llegada del dueño del centro, que apareció por el pasillo de cuadras y sorprendido por mi actividad,
sentenció:
«A ese ya no le enseñas nada con la edad que tiene»
Aquellas palabras hicieron tambalear todas mis ilusiones por unos instantes, a fin de cuentas, aquel hombre llevaba toda una vida domando caballos.
Ignoré mis inseguridades y me centré nuevamente en mi trabajo.
Aquello tenía mucho sentido para mí y estaba convencida de que podría lograrlo. Repetí el proceso varias veces de manera cuidadosa y sistemática, tratando de hacer entender al caballo que el ejercicio final era elevar una mano y extenderla, alternando una y otra mientras
caminaba.
Fui deshaciendo la tarea en pequeñas partes que iba enseñando, premiando y uniendo como piezas de un puzzle para obtener un resultado. Aquella misma tarde, tenía al caballo echando la mano que le señalaba a cambio de una algarroba. Para avanzar, solo tenía que caminar mientras pedía el ejercicio y por sincronía el caballo se movía adelante conmigo.
Recuerdo que conectó tres trancos bien hechos y entonces, bajo aquellos cegadores focos de la nave de cuadras, y sin darme cuenta que la tarde ya había caído, tomé consciencia de lo que habíamos logrado. Tal vez no tenía la técnica y acabado de los otros, pero esto era más que suficiente para mí.
Radiante de orgullo y felicidad, aquella noche me fui a casa a contar nuestro triunfo. Había aplicado el refuerzo positivo sin saberlo, de manera intuitiva y había funcionado.
En aquel momento no sabía que aquello que tan rápido me había ayudado a educar a mi caballo, era una técnica ya instaurada en otros países desde hacía años como parte del adiestramiento equino. Tampoco sabía que con Altaï experimentaría el alcance y potencial de esta herramienta, que refinaría su uso más tarde con mis primeros clientes y que años después sería un método de entrenamiento que me acompañaría para reeducar caballos problemáticos, potros nuevos y animales peligrosos. Pero estas, son historias para otros artículos.
Quizás ahora, si acudes a tus recuerdos puedas encontrar un momento donde sin saberlo tú también utilizaste el refuerzo positivo para ayudar a tu caballo.
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